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“En un mundo donde el pesimismo se vuelve común, todavía hay personas que creen en sus metas”

martes, 11 de diciembre de 2012

La ratio de la excelencia


Está comprobado que la Inteligencia entendida en términos de Coeficiente Intelectual (C.I.) es un instrumento poco válido para predecir si alcanzaremos el éxito profesional o personal y la felicidad en nuestra vida. Se hace necesario de hablar de otra inteligencia: la Inteligencia Emocional (I.E.)Según estudios científicos la correlación existente entre el C.I. y el nivel de eficacia en el desempeño de una profesión no supera el 4%. 

Daniel Goleman, padre de la I.E., realizó un trabajo de investigación sobre 181 puestos de trabajo diferentes de 121 empresas y organizaciones, abarcando a millones de trabajadores. El objetivo era determinar la ratio existente entre las habilidades cognitivas o técnicas y las competencias emocionales requeridas para un trabajo, función o campo concreto. Al final demostró que el 67% de las habilidades esenciales para el desempeño eficaz son de índole emocional. Las competencias emocionales son dos veces más importantes que las ligadas al cociente intelectual y a la experiencia.

La suma de los factores que aportan el conocimiento técnico, la formación y la experiencia constituyen el requisito mínimo imprescindible para desempeñar un trabajo, pero no marcan el éxito en el trabajo. Está claro que el Cociente emocional es el responsable del éxito en una gran medida, el desafío ahora es manejar dichas competencias emocionales adecuadamente.

Además, la importancia de la I.E. aumenta a medida que se asciende en el escalafón (a mayor nivel de trabajo las competencias emocionales adquieren mayor relevancia).
Se estima que el 90% de éxito del liderazgo depende de la inteligencia emocional.

La I.E. no significa sólo “ser amable”, porque hay momentos estratégicos en los que no se requiere precisamente la amabilidad sino, por el contrario, afrontar abiertamente una rea­lidad incómoda que no puede eludirse por más tiempo.
Tampoco quiere decir que debamos dar rienda suelta a nuestros sentimientos y ”dejar al descubierto todas nuestras intimidades” sino que se re­fiere a la capacidad de expresar nuestros propios sentimientos del modo más adecuado y eficaz, posibilitando la colaboración en la consecución de un objetivo común. Algunos de nosotros, por ejemplo, podemos ser muy empáticos pero carecer de la habilidad necesaria para controlar nuestra propia ansiedad mientras que otros, por su parte, pueden ser conscientes de los más mínimos cambios de su estado de ánimo sin dejar por ello de ser socialmente incompetentes.

Por último comentar que el grado de desarrollo de la I.E. no está determinado genéticamente y tampoco se desarrolla exclusivamente en nuestra infancia. A diferencia de lo que ocurre con el C.I., que apenas varía después de cumplir los 10 años, la I.E. constituye un proceso de aprendizaje mucho más lento que prosigue durante toda la vida y que nos permite ir aprendiendo de nuestras experiencias. De hecho, los estudios que han tratado de rastrear el proceso evolutivo de la inteligencia emocional a lo largo de los años parecen señalar que las personas desarrollan progresíva­mente mejor este tipo de aptitudes en la medida en que se vuel­ven más capaces de manejar sus propias emociones e impulsos, de motivarse a sí mismos y de perfeccionar su empatía y sus ha­bilidades sociales.

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